La guerra del Gobierno turco contra los revolucionarios

Fecha artículo: Octubre-2015
Artículo original: Tierra y libertad núm.327

El Estado y el Gobierno se rigen por la violencia. Lo que está sucediendo en Turquía lo demuestra. Los sucesos del pasado 20 de julio en el centro cultural Amara de Suruç, cuando fueron asesinadas 35 personas en un atentado, entre ellas cinco jóvenes anarquistas que participaban en una conferencia de prensa de la Federación de Asociaciones de Jóvenes Socialistas, ha constituido un punto de inflexión en la estrategia represiva del gobierno turco. La matanza, en los días sucesivos, abrió el camino a una más férrea militarización de los territorios fronterizos con Siria, con la creación de una zona tapón, fruto de los acuerdos entre Estados Unidos y Turquía, pero que sobre todo ha servido al gobierno de Davutoglu (primer ministro turco, del partido islamista conservador AKP) para lanzar una nueva estrategia “antiterrorista”.

Los ataques llevados a cabo por la aviación turca a partir del 24 de julio han dejado claro incluso a los menos informados contra quién iba dirigida esta nueva estrategia. De hecho, si en los ataques aéreos eran destruidas algunas posiciones del Estado Islámico en Siria, los bombardeos eran dirigidos principalmente contra las posiciones del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) en Iraq e incluso en la propia Turquía. Esta lectura está confirmada por la brutal represión interna: el 24 de julio, con una operación policial que ha implicado a alrededor de 3.000 agentes, han sido detenidas 250 personas, la mayor parte de ellas acusadas de ser miembros del PKK o de otras formaciones armadas. En los días sucesivos han continuado las detenciones, mientras las manifestaciones de protesta eran disueltas por la fuerza, y el Estado turco ha respondido cada vez con mayor violencia a los ataques de los grupos armados contra la policía y el Ejército.

En el mes de agosto, para impedir más detenciones, en algunos centros de las zonas kurdas de Turquía los grupos armados ligados al movimiento kurdo o a la izquierda revolucionaria turca han tomado el control, junto a la población, de algunos barrios, cerrando las calles con barricadas contra los vehículos de la policía y el Ejército. En algunas de estas ciudades, las zonas controladas con las armas por la población y por los grupos militantes han declarado el autogobierno; son ejemplos de ello Silopi, Cizre, Lice, Silvan, Varto, Bulanik, Iusekova, Semdinli, Edremit y algunos barrios de Van, Diyarbakir y Batman. Lo mismo ha sucedido en la ciudad de Estambul, donde, tras un mes de enfrentamientos ininterrumpidos, el barrio de Geza ha declarado el autogobierno. La reacción del gobierno turco ha sido una vez más el terror: a través del Ejército ha desencadenado una auténtica guerra para sofocar esta revuelta.

Mientras continúen las operaciones militares del gobierno turco no podremos más que hacer una crónica de los hechos que será pronto superada en el curso de los acontecimientos; no obstante, haremos algunas referencias para comprender por qué se habla de guerra refiriéndose a la actual estrategia represiva del gobierno turco. Desde el pasado julio hasta hoy, el Estado turco ha vuelto, como en los años noventa, a quemar pueblos y amplias áreas forestales y de cultivo, se ha impuesto el toque de queda en muchas ciudades de mayoría kurda, en las que las persecuciones y detenciones son constantes y, aparte de abusos y arbitrariedades hacia la población civil por parte de las fuerzas que patrullan las calles, se han dado casos de tortura, desapariciones, asesinatos y brutalidad sobre los militantes o sospechosos de serlo. Los barrios y las ciudades que habían declarado el autogobierno o en que la población había organizado formas de resistencia al toque de queda y a la coerción del Gobierno, han sido atacados con armas de guerra, utilizando tanques, francotiradores, helicópteros y, en algunos casos, bombardeos. Se han producido otras represalias, con familias enteras masacradas.

La ciudad de Cizre, que cuenta con 120.000 habitantes, ha estado nueve días bajo el asedio de la policía y de los militares turcos, que disparaban a todo el que veían por la calle, y bloqueaban los suministros y el paso de las ambulancias. En las últimas semanas, los fascistas turcos ligados al MHP (Partido del Movimiento Nacionalista) han iniciado un ataque sistemático no solo contra las sedes de los partidos kurdos en toda Turquía y contra las manifestaciones kurdas, sino también con emboscadas en las calles contra militantes o simples caminantes culpables solo de ser kurdos.
Como resulta evidente, no se trata solo de una simple operación policial. No estamos frente a una reacción a los ataques del PKK contra la policía turca, producidos en los días inmediatamente posteriores a los sucesos de Amara. Se trata de una estrategia planificada, que tiene su punto álgido precisamente en esos sucesos, en la que la responsabilidad del Estado turco está clara. Una estrategia tendente a culpar a las fuerzas revolucionarias turcas y al movimiento kurdo, encarcelando a centenares y centenares de militantes, limitando fuertemente, si no cancelando del todo, la actividad política del enorme movimiento de solidaridad que se ha desarrollado en el último año, haciendo comprender a la gente que salir a la calle contra el Gobierno significa afrontar los fusiles. Esta estrategia del terror y de la guerra sirve también al AKP para intentar conseguir la mayoría de los votos en las próximas elecciones. De hecho, de este modo se intenta crear en el electorado conservador la necesidad de un gobierno fuerte y, por otra parte, se desfonda la oposición del HDP.

Pero si solo estuviera en juego el poder del AKP y de la camarilla del presidente de la República, Erdogan, no se habría llegado a este punto. Porque ya no estamos en los años ochenta, aunque el aparato de Estado en Turquía todavía sabe cómo crear las condiciones para un golpe de Estado, y cómo imponer la ley del terror, hoy ya no se da la situación internacional impuesta por la guerra fría. A pesar de ello, hoy los tanques están frente a la población, y sobre todo frente a los jóvenes. Porque ya no estamos en los años noventa: no se trata, como entonces, de una guerra de turcos contra kurdos llevada al extremo tras veinte años de guerrilla. En estos años, por un lado una buena parte del movimiento kurdo se ha ligado de manera progresiva a la izquierda revolucionaria turca y ha abandonado la guerra de liberación nacional; por otro lado, ha aumentado el número de desertores y el Ejército ha perdido mucho poder. La estrategia del Estado turco para la represión interna responde a un contexto mucho más complejo.

Turquía atraviesa desde hace años una fuerte tensión social. La masiva revuelta de junio de 2013, originada en el Parque Gezi, las protestas que siguieron tras la muerte de trabajadores en la mina de Soma en enero de 2014, la amplia solidaridad con la Rojava y con la lucha por la liberación del pueblo kurdo que culminó con la insurrección de octubre de 2014, las huelgas obreras de mayo-junio del presente año. Estos elementos no constituyen un movimiento revolucionario, pero han puesto en entredicho con fuerza el poder del AKP, y suponen un peligro potencial para el orden político y social, fundado en la explotación y la opresión gracias al cual se benefician tanto la vieja burguesía kemalista como los nuevos “tigres de Anatolia”, que asegura los privilegios y el poder de la policía y del Ejército. En este contexto de protesta y movimientos de masas han jugado un cierto papel los grupos anarquistas y la izquierda revolucionaria turca, y han podido conquistar cada vez mayor visibilidad política los diferentes componentes del movimiento kurdo. Otra preocupación para la clase dirigente turca es la Rojava, el Kurdistán occidental en territorio sirio. El hecho de que más allá de la frontera turca exista una región que lleva dos años gestionándose en forma de autogobierno y que es controlada por las milicias de autodefensa popular del PYD (Partido de la Unidad Democrática, el partido kurdo en Siria ligado al PKK), en donde están presentes también fuerzas que plantean la revolución social, constituye un símbolo de libertad demasiado peligroso.

Pero la potencialidad revolucionaria de los procesos que se están llevando a cabo en la región comprendida entre Siria y Turquía constituye también un riesgo para el equilibrio internacional. Está claro que el AKP puede permitirse (por ahora) desencadenar la guerra contra la oposición interna solo porque tienen que ser garantizados también los intereses de los “aliados”.
En los días en que la aviación turca iniciaba los bombardeos sobre las posiciones del Estado Islámico y del PKK, el mismo presidente de la República Erdogan confirmaba haber concedido a los Estados Unidos la utilización de la base aérea de Incirlik; el 28 de julio, cuatro días después del inicio de los ataques, el secretario general de la OTAN, Stoltenberg, declaró que la Alianza “apoya la lucha de Turquía contra el terrorismo”.
La estrategia de Turquía tiende principalmente a machacar la componente revolucionaria para minar su fuerza e influencia, y a aislarla aterrorizando a la población, apoyando a los componentes más moderados y oportunistas.
Ante esta situación, la solidaridad internacionalista es fundamental. Como anarquistas debemos continuar apoyando a compañeros que, como el grupo anarquista DAF, luchan con una perspectiva de revolución social, sabiendo que no serán las nuevas elecciones o los cargos del Gobierno los que aseguren mayor libertad, que no serán, por supuesto, ni los Estados Unidos ni la Unión Europea ni otras potencias mundiales o regionales los que defiendan las experiencias de autogobierno.

Dario Antonelli