[4/5] CARTAS DESDE ROJAVA: EXPLOSIÓN EN QAMISLO

Nosotros llegamos tres horas después de la explosión. No reconozco la plaza. Todos los puntos de referencia – el muro azul, la pintada en la pared, la pequeña tienda en la esquina donde yo solía comprar cigarrillos, la farmacia en el otro lado donde Ronahî, Bakûr y Gulan bebían té con el tendero la semana pasada – son polvo y escombros. Debo estar equivocado. Pero las banderas y estandartes ondeando en la distancia a ambos lados de la larga calle principal, me dicen que ésta es la plaza. Hay gente por todas partes. Muchos están ayudando a limpiar los escombros, muchos están observando, filmando la carnicería con sus móviles, algunos lloran. Varias grúas y empacadoras están limpiando lentamente los restos, tratando de elevar los suelos de hormigón que se han desplomado como un castillo de naipes. El aire tranquilo trae un hedor a polvo, gasolina y carne quemada.

Maniobro a través de la multitud y los montones de escombro que una vez fueron un bloque de pisos. A través de un pequeño agujero miro dentro de un sótano que no se ha desplomado. Cuando me aparto oigo una voz. Hay dos personas atrapadas allí abajo. Una está consciente. En cuestión de segundos decenas de personas se agolpan alrededor del pequeño agujero. Bloques de hormigón cuelgan sobre nuestras cabezas desde los pisos superiores como una espada de Damocles, todavía medio sujetos a las varas de ferraya que brotan de los agujeros.

Comenzamos a limpiar el escombro al otro lado de la calle, con la leve esperanza de que alguien milagrosamente pueda haber sobrevivido bajo las piedras. Con cada ladrillo que levanto un pequeño nudo de pánico se aprieta en mi pecho. No quiero saber lo que hay debajo. Pero no hay ningún cuerpo aplastado. Sólo más polvo y escombros.

Una adolescente rubia se tropieza a través de los restos. Dice que me conoce del centro de jóvenes, pero que ha olvidado mi nombre. Se lo digo y le pregunto por el suyo. Se llama Viyan. “Huele como a sangre”, dice. Su tía y su primo estaban en el lugar cuando sucedió. Fueron llevados al hospital. ¿Cómo están? “Muertos”.

Trabajamos en silencio. De vez en cuando encontramos trozos de piel y carne calcinados, apenas reconocibles como pertenecientes a un ser humano. Por un segundo me pregunto si son de alguien que conozco. Recogemos los trozos en bolsas negras de plástico y los llevamos a las ambulancias. Algunos extraños objetos sobresalen de los escombros. Un carrete de lana roja. Un mapa de las autopistas del sur de Alemania. Un frigorífico cuyo contenido aún está frío y reciente. Los hospitales llaman a hacer donaciones de sangre urgentes, así que nos vamos. Estoy increíblemente hambriento. Cuando trato de ordenar mis emociones solo encuentro una que puedo soportar ahora mismo. Y mientras caminamos de vuelta al mundo normal un pensamiento ronda en mi cabeza y somete al resto. “El enemigo pagará”, “el enemigo pagará”, “el enemigo pagará”.